Kalambaka, una ciudad de ensueño

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Monasterios en Kalambaka

En la zona central de la Grecia continental, y alejada tanto como se puede estar en Grecia alejado del mar, se encuentra la ciudad de Kalambaka.

Está ubicada en el valle de Meteora, un lugar de una belleza agreste, mágica, sobrecogedora, a unos 450 km de Atenas, dependiendo de la ruta que se tome para llegar a ella.

Todo aquél que llega al valle viniendo por ejemplo desde la zona de Nafpaktos, a la vera del Golfo de Corintos, atravesará las ciudades de Lamia y Karditza por una ruta al costado de la cual se pueden observar los no muchos campos verdes sembrados o dedicados a la ganadería en Grecia.

Se encontrará de golpe con la ciudad, que no es grande pero sí tremendamente pintoresca, y tendrá la sensación al visualizar en forma panorámica la región, de haber retrocedido en el tiempo unos cuantos siglos.

Es que hacia el Este, a unos 10 km de la ciudad, se divisan una serie de colinas que más parecerían ser gigantescas columnas, separadas unas de otras y comunicadas, cuando existe comunicación entre ellas, por un sistema de cable-carril de antigua data.

En la cima de cada una de esas colinas se encuentran los famosos monasterios de Kalambaka, habitados en la actualidad por monjas de clausura que se dejan ver sólo un día a la semana, y no todas ellas sino las autorizadas a tener contacto con el mundo exterior, ya que en la actualidad se puede acceder a los monasterios en coche por pequeños y sinuosos caminos que han sido construidos rodeando cada colina.

¿Por qué un solo día a la semana?

La respuesta a esta pregunta que todo el mundo se hace es muy sencilla, porque los monasterios son siete, y entonces, para que el contacto con el mundo externo no sea tan “agobiante”, se turnan y cada uno de ellos abre sus puertas un día determinado de la semana.

Los demás permanecen cerrados al público, y las monjas que lo habitan se dedican a sus tareas cotidianas, entre las cuales el rezo y la meditación son primordiales.

Visitar el monasterio abierto ese día, yendo en coche en una constante curva ascendente, hace que en un momento determinado, después de quizás la centésima curva, aparezca ante la vista del visitante un monasterio que parece salido de un libro de cuentos, con la típica construcción de la región, que armonizó la arquitectura propia de la zona con la infaltable impronta turca que aparece en los paisajes griegos a cada rato.



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